Marcelito era un niño de cinco 5 años que vivía en un pueblecito en las montañas, cerca de un río precioso, donde todos se conocían y se ayudaban siempre que era necesario. Era buen chico pero muy perezoso y por esocada díase repetía la misma historia.
Cuando sonaba el despertador y la mamá o el papá le decía que se levantara, él se hacía el remolón y contestaba que no podía, que estaba cansado, que tenía mucho sueño. Después en el cuarto de baño, refunfuñaba y no quería lavarse porque el agua estaba fría, tampoco se dejaba peinar diciendo que el peine estaba roto y le daba tirones. Por si fuera poco, en la cocina, tardaba una eternidad en tomar el desayuno repitiendo como un loro las mismas excusas: “no tengo apetito”, “la leche está muy caliente y quema” , “Todos los días desayunamos lo mismo”...
Sus papás estaban muy tristes y no sabían que hacer. Un día decidieron darle una lección para que dejase de ser tan perezoso. Lo hicieron de la siguiente manera:
Cuando el despertador sonó para indicarle que era la hora de levantarse, lo llamaron como cada día, como dijo que tenía sueño y estaba cansado, lo dejaron en la cama. Cuando pasaron dos horas, se levantó. En el cuarto de baño, se quejó de que el agua estaba fría y sus papás le permitieron que no se lavara ni se quitará las legañas de los ojos. Tampoco se peinó pues no quería que le dieran tirones. En la cocina no quiso desayunar, no tenía apetito; así que cogió la mochila y se fue al colegio; porque, eso si que le gustaba mucho, en el cole se lo pasaba bien trabajando y jugando con sus amiguetes.
Pronto empezaron las sorpresas. Al llegar al colegio, se despidió de sus papás y llamó para entrar en la clase. El maestro, le preguntó porqué llegaba tan tarde y como no supo que responder le riñó delante de todos sus compañeros, (él ya sabía lo que pasaba porque los papás se lo habían contado muchas veces) y le dijo que no hay que ser perezoso. A la hora del recreo, quiso jugar con los amiguetes pero éstos no quisieron porque tenía la cara sucia y los pelos enredados como si tuviera piojos, preferían estar alejados de él. Para completar la cadena de desdichas, después del recreo tenían que comerse el bocadillo. Mariano no había desayunado y tenía un hambre de lobo pero su mamá no le había metido el bocadillo en la cartera porque en la cocina se puso a gritarle que no tenía apetito.
¡Vaya día que llevó!
De regreso a casa, de la mano de su mamá, no dijo nada, fue pensando todo el rato. Cuando se sentaron a la mesa, se comió todo lo que le pusieron en el plato sin chistar e incluso al final le dijo a su mamá que la comida estaba riquísima y que era una cocinera extraordinaria. Pero lo curioso es que al día siguiente, antes de que tocase el despertador, ya se había levantado y llamó a sus papás para que lo lavaran y lo peinaran. Desayunó rápido y nunca más volvió a ser perezoso. Había aprendido la lección. No quería llegar tarde ni que los amiguetes dejaran de jugar con él, ni pasar hambre a la hora del bocadillo.
Sus padres se alegraron mucho, sobre todo porque ya no se disgustarían con Marcelo a causa de su pereza. |